Por Felipe Labbé
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Por pura impertinencia se abren las páginas de Louis-Ferdinand Céline. Porque no hay nada mejor que hacer. Y si no hay nada mejor que hacer, entonces podemos entregarnos a la un poco indecorosa pero irresistible tentación de continuar con el trabajo de aniquilamiento de cualquier tentativa de esperanza que aún nos quede como atorada en la garganta y que resiste el acto de digestión —siempre y cuando aún los estómagos de principios del siglo XXI puedan tolerar sin estragos de por medio una pincelada de esperanza.
Pero sabido es que el hombre no puede vivir sin su pequeño pedacito de pan, para hoy y para mañana. Papini, por ejemplo, —en su momento docto apologista de la nada—, se entretuvo escribiendo una historia del Cristo simplemente para demostrar que ni aún el propio Nietzsche lo había conseguido desterrar del mundo. Y la verdad es que la humanidad del hombre consiste un poco en esta tensión celosa, animalesca y desdeñosa hacia la trascendencia y sus añadiduras, desde la fe hasta ciertas virtudes como la compasión. Aunque sea una fe de horóscopo —absolutamente actual la apuesta de Pascal. ¿Quién no ha visto al futbolista que se bendice a sí mismo con la señal de la cruz justo antes de entrar al campo de juego? ¡Para qué hablar de los brasileños que imitan al Cristo redentor desgranando un rosario justo antes de comenzar el partido! Probablemente el Señor tenga su liga privada en el cielo.
¿Y qué tiene que ver Céline en todo esto? No mucho, o quizás todo. Pues, más allá de la repetida caricatura de nihilista redomado con que se pretende poner límites a su figura, es imposible no ver en El viaje al fin de la noche esa especie de ansiedad o, más precisamente, de búsqueda, sombría por supuesto, caótica y salvaje, desesperada incluso, de hallar por lo menos un punto de apoyo, un regazo quizás, sobre el cual reposar algunos minutos antes de proseguir con el circo este, de bestias que andan sueltas y campantes buscando chupar la sangre a las otras bestias que se quedan dormidas por un instante. Porque si leemos las páginas de Céline como un grito de horror, hemos de entender que un grito de semejantes magnitudes está recubierto, por todas partes, de una honda aunque resquebrajada humanidad. Lo humano que se busca entre los escombros, sin trascendencia, simplemente tanteando la posibilidad de un veranito concedido por la miseria.
En una palabra: pese a que “no hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de sola una jornada ordinaria desean quitarte tu propia vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes molestas, apretujados en la cola del metro detrás de ti”, confiesa Bardamu (personaje principal del Viaje…): “No tenía muchas cosas a mi favor, pero, desde luego, tenía buenos modales, de eso no había duda, actitud modesta, deferencia fácil y miedo siempre de no llegar a tiempo y, además, el deseo de no pasar por encima de nadie en la vida, en fin, delicadeza”.
Eso es todo el vallecito al que se puede aspirar en medio del desierto.
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Más allá de las exageraciones, no es que Bardamu se ponga de rodillas a cavilar en la posibilidad de que aún se pueden arreglar ciertos asuntos en el hombre. Para nada. El mundo está jodido y punto. A llorar a la iglesia. Es sólo que, más allá de que esté jodido, aún se pueden vislumbrar algunos rayos de inocencia, pero de cierta inocencia resacosa, fétida a vinagre, propia del que ha estrechado la mano de los hombres —y tuvo asco. Nada de náuseas ambiguas y un poco acobardadas, sino asco, de lo humano y de su circunstancia empobrecida hasta los harapos. Inocencia, en fin, que añora un poco de calor y de sombra, pero que ni remotamente piensa que podrá hallarlos. Y se conforma. Y le parece, incluso, justo. Si por resignación se entiende la actitud viril de no pensar ni con deseo ni con nostalgia, sino más bien de hallar una madriguera a la medida que permita un poco de compasión a distancia para contemplar la maquinaria desquiciada del mundo; entonces en Bardamu hemos de ver a un resignado inocente que ve en el nihilismo (“ya no podía uno habitar la cabeza en nada estable”) una forma casi empírica, pero en ningún caso exclusiva, de habitar el mundo. Está la otra forma de habitarlo, un poco cínica quizás, bufonescamente estoica: la de ser —si se me permite la expresión— un poco menos hijo de puta todos los días.
Esta renuncia a ser un asesino en potencia en ningún caso es un artículo de fe ni nada parecido. No es más que una tentativa. Una especie de refugio improvisado, es decir, un intento por conciliar, del modo menos traumático posible, la carne y los huesos de un hombre particular con lo otro, la masa demoledora y sanguinaria conformada por la suma de seres vacuos e indefinidos, cosificados, brutales a su modo, infames y mentirosos: la humanidad —o lo que queda de ella— en la época de la reproducción técnica (“¡No te van a servir de nada los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los gestos que te ordenen ejecutar… En nuestras fábricas no necesitamos a imaginativos…”)
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Asco. Los hombres con sus triquiñuelas y sus subterfugios, pero sobre todo con su miedo, pusilánimes hasta el tuétano, inspiran asco y unas ganas descomunales de asesinar o de ver estallar el mundo en mil pedazos, como soñaba Cioran en sus cimas desesperadas. Pues, quién no se haya permitido el lujo, al menos un vez en su vida, de remolcarse hasta el orgasmo en el fango de un pensamiento apocalíptico, de una ensoñación de fin de mundo, ése no ha sido un occidental de tomo y lomo. Aquél que no haya sido perturbado por los escalofríos que le recorren las espaldas a un suicida o a un asesino, no puede ni remotamente acercarse al sentimiento asfixiante y demoledor de un Bardamu o de un Sileno que propone la salida abrupta del hombre, cuya virtud más apremiante es la abyección pura, de la faz del mundo, para dejarlo en paz, animal cuyo contrato de creación lleva destacada la cláusula de ser prescindible. Así, en un acceso de locura, de rabia e impotencia luego de su tortuosa escala en la guerra, Bardamu sentencia: “Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según explicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él”.
¿Y por qué habríamos de salir de él?, preguntaría un rey Midas cualquiera, asombrado de semejante consejo, más imperativo que otra cosa. Y un Bardamu, ejemplar del dostoievskiano hombre subterráneo pero sin envidia, le diría que debe salir del mundo porque en vez de trocar la mierda en oro, el hombre se ha extirpado los sesos buscando una manera de devenir en alquimista de la mierda, transmutando en basura, horror y maldad, todo lo que sus manos tocan. ¡Un auténtico manitos de hacha!
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