por Ignacio Rojas
De los niños nada se sabe, aprendizaje ritualizado y transgresión
El epígrafe de La lluvia de verano de Marguerite Duras, cuya inquietante frase da título a la novela de Simona Vinci, nos sugiere de golpe la clausura de un mundo adulto, versus la configuración de una realidad que se mueve en un equilibro muy precario al tiempo que se torna desconocido e impenetrable en algunos de sus estratos de sentido. Y la pregunta se instala precisamente ahí, en la conformación de un espacio, un ritual-aprendizaje y una transgresión; todos procesos cuyo ámbito de crisis se sitúan en el desconocimiento que la frase de Duras inquiere y ratifica.
El siguiente trabajo busca posar su atención en ese hiato profundo situado entre el mundo adulto y un lenguaje que se vuelve paulatinamente incomunicable; un lenguaje que al adentrarse en la transgresión comienza a cerrar los signos en un silencio incomodo, o bien, asimilado como una experiencia interior que bulle como un trauma que aprisiona. Esto vuelve imperativo identificar y problematizar las potencias y las taras desde las cuales se gesta un orden de ritualización de sentido y conocimientos, que se radicaliza bajo la nota de la transgresión.
La novela nos sitúa frente a una serie de preguntas desencadenadas en el aprendizaje; un conocimiento al que se llega fuera de las miradas vigilantes y normativas del mundo adulto. Lo que no sabemos de los niños, es precisamente que los convoca más allá de sus juegos, o bien, qué juegos los unen en pulsiones que ignoramos puedan acercarse a umbrales emparentados con el horror. El interés de análisis, por tanto, concentra su atención en cómo se gesta ese horror y que umbrales de sentido son transgredidos en pos de un conocimiento guiado, ritualizado y reglamentado por un poder, momento desde el cual el conocimiento va paulatinamente socavando las bases y superando los límites del ámbito de comprensión infantil de los personajes, sobrepasados por la trascendencia del saber prohibido.
En esta trascendencia, vamos también a reconocer la tensión interna que sacude a los personajes en su experimentación de la sexualidad y el erotismo, así como también la dimensión del trauma vivido en el cuerpo como canalizador de un cambio experimentado en su irreversibilidad, que poco a poco nos traslada hasta sus últimas consecuencias. Un aprendizaje a todas luces de transformación acelerada, de potencias desbocadas.
De este modo la hipótesis de lectura, busca en primer lugar allanar el proceso, desarrollo y alcance de un aprendizaje ritual surgido de una consecuencia crítica, determinado por la vigilancia, prohibición y el tabú impuesto por un mundo adulto, que en la novela de Vinci es descrito como ausente, castigador y violento, todo a través de un lenguaje que construye atmósferas tan apacibles como indolentes, una verdadera violencia en sordina. El alcance de este aprendizaje, por otro lado, busca por cierto auscultar su trascendencia como saber que convoca al grupo, cuya revelación, es también la revelación de aquello que no sabemos sobre los niños y sus consecuencias.
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Construcción de atmósfera y crítica
Una de las primeras cosas que esta novela nos sugiere, es su condición de irreversibilidad, de hechos consumados, de cambio total (“cuando yo era niña, pero sucedió hace apenas dos meses”), la segunda y quizás más inquietante, es la calma y serenidad con que la prosa parece envolver a la primera; pormenorizada, tranquilizada casi de manera forzosa, pero donde no hay fuerza ni sobresalto, sino más bien, una oscilación entre el silencio y un estado naturalizado de molicie, perfectamente armonizado con imágenes poéticas que construyen un espacio de cotidianidad donde los cambios se deslizan sutiles al tiempo que anuncian una violencia:
El sol se estrella contra el vidrio del espejo retrovisor, rebota como la hoja de un cuchillo y vuelve a dar en el pelo rubio de la niña parada en medio de la explanada. (p. 13)
Frente a ella el campo, y el sol que se derrama por encima del campo y lo inunda, como la yema de un huevo al reventar. (p.17)
El transcurso de los acontecimientos se da por un contraste entre el campo y los “barrios periféricos”; estos suburbios, en los límites marcados por el campo, dan vida a un estado de cosas sosegado, de algo latente e ignoto; no sólo la ciudad también la naturaleza, sobre todo en esta última, se combinan en la insinuación de “algo” que se pierde en la sutileza de lo sensorial:
Uno de esos edificios como los que hay en todos los barrios periféricos, sí; pero delante se abre al campo. Lo han edificado justo donde termina el pueblo, mirando al campo. De noche, cuando todas las luces están apagadas, produce una impresión extraña. Una caja sonora, viva y llena, en la oscuridad de la llanura. (p.14)
Significativamente este contraste, la imagen del campo apareciendo reiteradamente en el horizonte, va a configurar el espacio donde se desarrollará la transgresión. Ante eso, es perentorio situar la atención sobre esta reverberación que se manifiesta en las imágenes de lo natural, cuyos gestos tenues anuncian una historia no contada, el giro violento que los hechos ya consumados mantienen a los personajes suspendidos en una agitación interna que apunta insistente hacia el campo:
Reír frente al campo que crecía a ojos vistas y ocultaba la línea del horizonte. Los campos están llenos de vibraciones, el viento los cruzaba trazando extraños dibujos y silbando veloz. (p.23)
Recordemos que el relato se abre con los personajes angustiados por sucesos que aún no conocemos, en una disposición narrativa fragmentada, cuyos acontecimientos parecieran estar ordenados en in extrema res, o bien como una anacronía, sin un orden temporal lógico y en cuya atmósfera se resalta la mirada angustiosa de los personajes que se posa sobre el campo, así como el llamado insistente de éste último:
(…) los ojos que recorren lentamente la extensión de espigas que tiene delante, hasta que la última nota de la canción se aleja, se pierde en el campo. (p.16)
Corre con los ojos abiertos, mirando hacia delante, corre como si al fondo de ese campo hubiera algo que debe conseguir a toda costa. Como si no hubiese otra posibilidad. (p.19)
Sigue leyendo, hojeando las páginas del cuaderno, pero no consigue concentrarse. A continuación, levanta la mirada hacia la ventana y la dirige hacia el exterior, intenta atravesar la inmensidad del campo en la oscuridad y llegar al fondo. (p.29)
En otros momentos la naturaleza se manifiesta como violencia, síntoma del desgarro sin nombre, el trauma interior de los personajes:
La rama de un olmo grandísimo dio con fuerza contra el marco de la ventana, Martina, por el rabillo del ojo, manteniendo la cabeza en la misma posición, vio como la rama se doblaba, se alargaba como un brazo y, luego se disparaba rauda, elástica. Las hojas temblaban, convulsas y la imagen, ese fragmento de imagen, le aguijoneó el estomago, quién sabe por qué. (p.61)
La crítica a los adultos también se desliza bajo la forma de la ausencia, lo vigilado o la simple inadvertencia. En la prosa de Vinci destaca una retirada de los adultos mezclada de una impasividad perturbante. No hay personajes adultos que graviten en la narración y algunos son descritos casi como autómatas:
“Mantenía la mirada fija en los cristales desnudos, sin cortinas, mientras la madre, semana, tras semana, repetía los mismos e idénticos gestos, impersonales, prácticos (…) A veces, recuerda haber oído a su madre cantar, sin palabras, simplemente haciendo salir de la garganta un sonido modulado y sereno, ausente” (p. 32).
Los adultos son meras siluetas que transitan esporádicamente en el transcurso del relato, sin ninguna incidencia protectora y nunca lejos del espacio urbano. Sus intervenciones son casi instrumentales y dejan entrever la crítica de Vinci al silencio y la ausencia que cubre la sexualidad infantil, su despertar, que en estado de potencia incrementa su condición de vulnerabilidad. Dos hechos en particular, esbozados críticamente ayudan a contrastar y a entender el germen que da pie al trágico aprendizaje ritual; el primero se relaciona con la exploración instintiva de Martina de su propio cuerpo, que el mundo adulto sanciona, normalizando la sexualidad y propiciando la posibilidad de transgresión: “Martina en su hamaca, envuelta en la sábana, con la mano en el lugar secreto, corre hacia aquel fuerte espasmo (…) La maestra se da cuenta, atraviesa el gimnasio oscuro haciendo resonar las zapatillas de goma, de enfermera, se detiene en su hamaca (…) y le grita en voz baja pero con rabia, le retira la mano, y dice que eso no se hace” (p.63); y el segundo momento en que se muestra a las madres vigilantes, pero confiadas de la unión de los niños en grupo, despreocupación fundada en una visión impoluta de la infancia, nada más alejado del grupo conformado por los personajes de esta historia: “Se contentan con verlos correr y gritar a la distancia. No tienen miedo: son muchos, están juntos, las madres se fían del grupo.” (p.25).
Toda la sexualidad se controla a través de un aprendizaje secreto y enrarecido, con una connotación ambigua del “juego”, solapada bajo esa concepción lúdica y siempre “lejos de las miradas de maestras y celadores”, lejos de las miradas prohibitorias del mundo adulto.
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Aprendizaje ritualizado: Configuración del espacio, transgresión y trauma
Hemos visto hasta aquí, que la prosa de Vinci crea una atmósfera anestesiada que poco a poco introduce al lector, en forma muy poética, a un horror inmanejable para sus protagonistas; este horror que se manifiesta de un modo particular, en un tracto importante del libro hasta su trágico desenlace, adquiere una dimensión mucho mayor a la de una simple exploración sexual llevada a cabo por jóvenes. Vinci nos saca de un mundo de reglas y prohibiciones y nos introduce a otro, que toma el saber oculto del primero y lo elabora desde lo desconocido.
En este sentido la novela da golpes constantes en un terreno azaroso, coloca ante nosotros a un grupo de seres en completa indefensión, maleables, y sin un lenguaje para comunicar lo que sienten, lo que ven y hacen. En este punto, el grupo, adquiere una identidad que los distingue como una comunidad ritual, cuyo círculo se cierra entorno al conocimiento del “sexo”; la unión del grupo se cohesiona en la rutinas y la progresión del aprendizaje, cuya modalidad de “juegos” se presenta como un crescendo de la violencia, que va dejando atrás los modos inteligibles de lo infantil.
Previo a esto, sin embargo, es de importancia destacar cómo se configura el espacio de transgresión, que da abrigo y garantiza la condición secreta de las prácticas del grupo, así como también a la figura de poder que descansa en el personaje de Mirko. El espacio que posibilita esto, es el de la “Barraca”, existente incluso antes de conformarse el nuevo grupo (Martina, Greta y Matteo), y que relatado entre líneas, el narrador impersonal sugiere la disolución del grupo anterior por motivos desconocidos o ¿acaso la transgresión de un límite difícil de sostener por sus integrantes?
A partir del capítulo 4, comienza la iniciación ritual; aparece en escena el refugio secreto de la barraca, que no casualmente se encuentra ingresando al interior del campo. Nuevamente los fragmentos que preceden algunos capítulos resuenan como una letanía que susurra la dirección en la cual los eventos están tomando lugar. A partir de aquí, el posicionamiento de Mirko como figura de poder adquiere total relevancia en cuanto al control, orden, presencia y reglamentación que le imprime al espacio. Esta iniciación, comienza con el movimiento selectivo de sus nuevos miembros, que deja entrever la conciencia maquiavélica que hay tras el motivo de su selección, vinculado a un silencio protector del espacio secreto:
Allí estaba Mirko, y mandaba, y si Mirko lo había incluido en el círculo de quienes podían estar al corriente del asunto, por algún motivo sería: solamente él, entre los pequeños, tenía el privilegio de partir en el scooter de Mirko y participar en los juegos secretos de la barraca.
Acaso se debía, precisamente, a que sabía callar, a que las palabras no se habían apoderado de él. Resbalaban. El silencio, el suyo, como el de Martina, era un agua profunda y oscura donde flotaban muchas cosas. Todas silenciosas. (p. 45)
Los rasgos y la personalidad que caracterizan a Matteo y Martina, sumado a su inexperiencia dan la condición ideal para la protección del secreto; aún no tienen lenguaje para describir la experiencia (tanto la ajena del mundo adulto como la de la del erotismo interior). Por contrapartida, el silencio de Mirko es el que busca proteger la transgresión de lo prohibido, revelando únicamente su posición en el tope de la jerarquía de mando: “Mirko también habla poco, pero su silencio era diferente. Impartía órdenes secas, precisas. Sin explicaciones. Su voz salía directa y enérgica, sin vibraciones, poseía reverberaciones metálicas similares a las de un contestador automático. Tal vez porque le estaba cambiando y aún no sabía controlarla”(p.45). Su condición de mando se explica por su mayor conocimiento, y la sugerencia del cambio de voz, la tensión interna que también alcanza a Mirko en su propio aprendizaje; un estado intermedio, preadolescente, que en su caso, ha extendido oscuros puentes hacia el mundo adulto.
De un modo diferente esta tensión o despertar sexual, en Martina está más desarrollado que en otros personajes –al menos en comparación a Matteo y Greta–, pero contrasta significativamente con Mirko, al describir su deseo incipiente con una cierta curiosidad placentera, un gozo aún anclado en el misterio de las sensaciones versus una carga negativa de los cambios corporales que no pueden ser controlados y que tampoco encuentran satisfacción:
«La cosa siempre estaba erecta y lo fastidiaba (…) Se sentía atrapado. Era prisionero. Todas las mañanas lo mismo; despertar y saber que esa cosa estaba allí, alerta, que condicionaría todo lo demás. Para siempre. Lo hacía rabiar y no sabía por qué”. (pp. 111-112)
Por su parte, Martina experimenta la manifestación de la libido, con el recuerdo y la mirada; una mirada que se detiene en el campo, que sintetiza en una sutil imagen poética el oscilar de su edad, en el cromatismo del espacio natural el cual parece sugerir un verde ligado a la inmadurez y el amarillo con el cambio y la muerte de las cosas, todo bajo el signo del deseo:
“Durante el recorrido en el scooter por las curvas suaves, con el verde y el amarillo de los campos en los ojos, Martina pensó en muchas cosas (…) Después cruzó por su mente la imagen de un deseo brevísimo y fugaz: estar de noche en medio del campo con Mirko y no tener diez años”. (p.50)
Estas sensaciones se entrelazan con las experiencias del aprendizaje. Desde otro punto de vista, Mirko detentando el poder de forma cada vez más brutal; el espacio que se cierra y silencia, el aprendizaje del “juego”, los efectos traumáticos en la psique y el cuerpo, etc., condensan la ritualización de las experiencias eróticas, su práctica y rutina perversa. La primera de ellas, es el ingreso de elementos ajenos al ámbito infantil, señaladas por la revistas pornográficas, que Mirko y Lucas introducen como objetos excluyentes, ya asediados por cierta prohibición, la cual, desaparece y se transgrede en la barraca, espacio hecho para enseñar a la mirada novicia y para alejarse también de ellas, las de los adultos: “Fue la primera vez. La primera vez en la barraca. La primera vez que empezó a existir esa cosa distinta, una cosa que eran ellos, juntos, sin miradas externas”. (p.58)
Esta última cita da cuenta de la cohesión del espacio y del grupo como una alteridad, una “cosa distinta”. También enfatizando la idea que titula el libro, de los que no se sabe, lejos de la mirada adulta que vigila y castiga. La “barraca” se posesiona como espacio oculto de transgresión.
Al trauma, sin embargo, en un primer momento descrito en la masturbación de Mirko, contemplado y vivido en silencio, le sigue la sensación antes observada de un estado de perdida; una perdida irreversible de la infancia: “Martina agarrada a Mirko en el scooter, con la desagradable sensación de haber perdido algo, de haber olvidado algo, de no poder remediarlo. Los campos alrededor, y algo olvidado y perdido”. (p. 57)
Esta pérdida y/o transformación, se va gestando en una conciencia de este cambio interior que se produce en los sujetos como una borradura brusca de la libertad: “También la edad desaparecía, eran niños muy pequeños y mayores al mismo tiempo. Sólo hablaban de lo que sucedía allí, en la barraca, o de los recuerdos de cuando eran pequeños de verdad y jugaban juntos”(p.68). La infancia queda en el recuerdo, mientras que la “barraca” se erige como la nueva realidad de aprendizaje, y no los padres o las escuelas, elementos ambos en retirada o de completa intrascendencia.
Significativo de la configuración de este triple espacio de poder, aprendizaje y transgresión, es el juego propuesto por Mirko, que consistía en llevar un objeto particular que tuviera un significado importante para sus vidas y que al momento de ingresar a la barraca se convertía en parte del espacio y pasaba a tener una pertenencia común. Hay detrás de este gesto la intención de constituir un lugar familiar para los “juegos”, así como también una redefinición del espacio y su simbolismo. Sin embargo, el principal aspecto en que se funda la “barraca”, tiene que ver con un desapego y el establecimiento de una distancia frente a las miradas vigilantes de los padres, que en parte determinan la prohibición de la vida sexual, su extremo control: “Aquel era un lugar aparte, distinto, con leyes propias. Un lugar donde no entraban las miradas de los padres ni de las madres, ni su autoridad ni su amor”. (p. 67)
Las revistas mencionadas anteriormente, resultan instrumentos de mimesis y del conocimiento de posibilidades impensadas para el cuerpo, por supuesto le sucede la praxis: “Miraban las revistas, siempre distintas, y ensayaban las posiciones” (p.104). Estas practicas y juegos, comienzan poco a poco a despertar la conciencia de un cambio o “alteración” en los cuerpos; los sentidos dejan huellas, rastros que permanecen aunque no se evidencien a simple vista:
“Los cuerpos no son como las habitaciones, jamás conservan las huellas evidentes del paso de alguien (…) el olor queda pegado, mezclado de sudor, y las señales de los besos, el sexo que se hincha. Y aunque no presente muestras visibles, queda la alteración. Dentro”. (p. 78)
Las primeras manifestaciones trascendentes del aprendizaje ritual, quedan expuestas en la conciencia de una “alteración” interior, que plantea una idea del cuerpo como registro, como portadores de relatos. De relatos y también de una dimensión de la experiencia intraducible: “Es curioso, aunque conozcamos los mínimos detalles de un cuerpo, nunca, nunca poseemos el secreto de quien lo habita” (p 108). La huella que no es cicatriz, desaparece en el cuerpo, pero permanece como un estremecimiento.
De la serie de experiencias traumáticas vividas en el aprendizaje ritual, el punto de fractura comienza con la irrupción de otro tipo de “revistas” y con la transgresión de las propias reglas instauradas por Mirko; el horror se instala con las imágenes de pedofilia que causan en el interior de los niños una sensación disonante y enrarecida. La densidad de las preguntas que el narrador reflota de la interioridad de los niños, anuncia entre otras cosas el regreso del mundo adulto a la escena solitaria del campo, a través de las imágenes grotescas que las preguntas nos evocan: “Pero los niños y los adultos ¿se pueden mezclar entre sí?” (p. 145)
El estallido y concreción de la violencia sobre el cuerpo de Greta, casi como un rito primitivo, pagano y sacrificial, parece marcar una trascendencia no vinculada a deidades, más bien, a un ir más allá, a una voluptuosidad hipnótica, cuyas primeras fases de aprendizaje comenzaron con leves exploraciones y juegos infantiles. Las fotos de los niños nos revelan que es la censura de sus rostros la que contiene su carga negativa y perversa, su inexpresión evita también su identificación como real, bloquea el dolor. El narrador sugiere algo más, “el miedo y el dolor son bellos sólo cuando no tienen nombre” (p. 143). ¿Es esa la conclusión a la que llega Mirko? Una muerte posible, un sujeto sacrificial posible, cuyo dolor es posible eliminados los rasgos de la identidad, la cicatriz, la huella y la expresión:
Luca envolvió la cabeza de la niña con una larga tira de scotch transparente, boca, ojos, nariz y orejas. La cinta plástica le comprimió los rasgos deformándole el rostro. (p.156)
En el comienzo de los primeros capítulos una especie de mantra, señala el camino por el cual se atraviesa el campo hasta la barraca. Estos pequeños fragmentos desaparecen y vuelven en los capítulos finales, trazando el camino de la violencia que explota en sordina. En un gesto repulsivo, la violencia es silenciada con cinta adhesiva y los niños dejan de ser niños. Pero, ¿Son los niños ángeles? Es una pregunta que ronda constantemente la narración, pero formulada desde el devenir de la inocencia ¿pueden dejar de serlo? Los mantras reiteran ese sentido, sin ser nunca los mismos, señalando siempre la acción de adentrarse en la hondura de una naturaleza inhóspita. Una opaca impotencia da vigor a estos “mantras”, que abrigan una somnolencia inquietante, la misma que nutre una prosa impasible de principio a fin; que sin sobresaltos efectistas y en su indolencia, extrae sorpresivamente el gesto poético. Del que cabe preguntarse, no sin timidez, por el recibimiento de un lenguaje dotado de belleza, al tiempo que de una morfología diáfana, para relatar el horror.
La pregunta que emparenta a los niños y los ángeles se mantiene expectante entre los destellos poéticos. Otros antecedentes podrían nombrarse. Sin embargo, la opacidad que se cierne sobre esta novela, está lejos de la locura y el salvajismo ontológico desatado en una isla perdida como en la novela de Golding y lejos también del fondo crepuscular Austro-Húngaro de Musil. El maquiavelismo de Basini, tampoco parece un equivalente exacto si lo contrastamos con la figura de Mirko. Por citar algunos ejemplos. Pero sí hay un eco en el estado de sentida impotencia que las agitaciones tanto espirituales como sexuales reverberan en el interior de Törless, en un choque brusco con lo incomunicable; aquello que el epígrafe de Maeterlinck, en la novela de Musil, nos recuerda: “Apenas expresamos algo lo empobrecemos singularmente…”. Espacio en el que tampoco podría obviarse fácilmente a los niños y las figuras de Egon Schiele. Todo mientras Vinci, viste al lenguaje de una belleza que avanza serena, en una elipsis desgarradora y una corporalidad que registra y borronea al mismo tiempo su propia violencia.
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Bibliografía
Vinci, Simona (1999). De los niños nada se sabe, Anagrama, Barcelona.
Bataille, Georges (1997). El Erotismo, Tusquets, Barcelona.
Girard, René (1983). La violencia de lo sagrado, Anagrama, Barcelona.
[…] De los niños nada se sabe, aprendizaje ritualizado y transgresión, entorno a la novela de Simona Vinci, Revista de Arte y Literatura “La Cabina Invisible”, https://lacabinainvisible.wordpress.com/2012/06/18/rojasvinci/ […]